EL ERIZO Y LA CHIRLA Felisa era una chirla que vivía en un susto constante. Le gustaba nadar en las proximidades del atolón, pero siempre tenía miedo de que algún animal la devorase o ser presa de un mariscador. Uno de esos que están siempre deseosos de echarte a una paella. Simplemente para dar buen gusto, ¡hay que fastidiarse…! Con el miedo metido en lo más profundo de su concha, buscaba un agujero donde esconderse de tanto peligro. Pronto encontró uno pequeño, lejos de las miradas impertinentes, pero también lejos de la luz del sol. Se adentró en la oscuridad todo lo posible para evitar caer en la cazuela, o ser la comida de cualquier otro animal marino, ¡había tantos que podrían desear incluirla en su dieta! El murmullo de las olas rozando los corales, que asomaban al exterior, llegaba amortiguado al negro agujero. Avanzaba con precaución, y de espaldas, que es como nadan las chirlas. Igual que sus amigos: los pulpos y los calamares que nadan hacia atrás. Bueno también tenía una amiga, una cangreja, que le daba por andar de lado. Pero no hablaba con ella desde hacía mucho, le daba miedo ir a verla. En la oscuridad del agujero, Felisa presintió que había alguien más allí. Estuvo por lo menos dos minutos parada, y a pesar de que ella no era una ostra, algo tenía que ver con su prima y se aburrió de esperar. Decidió ir más adelante pensando que serían imaginaciones suyas, si hubiese alguien más en el agujero se habría movido o hecho algún ruido. Abrió sus valvas y se dispuso a nadar. ¡Qué susto se llevó Felisa! Chocó contra algo puntiagudo. Gracias a su concha no se hizo daño pero le sobresaltó mucho la voz que salió de detrás de los pinchos: —¿Quién es? ¿qué pasa ahí? —La voz sonaba temerosa y vacilante, lo que hizo que Felisa perdiese el miedo y dijese entre burbujas: —Soy Felisa, una chirla del arenal. —¿Te he hecho daño con mis púas? Aunque no puedas verme en este agujero tan profundo, te advierto que soy un erizo de mar, y tengo unas espinas muy largas y puntiagudas. —La voz del erizo sonaba muy preocupada. —No te preocupes —dijo la Felisa—, como te he dicho soy una chirla y mí concha me ha protegido de tus púas. ¿Cómo te llamas? —Soy Manolo, Manolo Erizondo. Y tu Felisa, ¿Qué haces aquí tan lejos de la luz, del sol y de la arena? —Pues, ¿qué quieres que te diga hermoso?. He bajado hasta este agujero porque estoy siempre aterrorizada de los múltiples peligros de la arena. Por lo menos hasta que llegue el invierno, no volveré a casa. Pero ¿Qué me dices de ti? ¿Por qué te escondes? Manolo se demoró un poco, antes de contestar a Felisa, y tímidamente comenzó a explicarle: —¡Ay, con lo que me gusta a mí el sol! No creas que no me ha costado trabajo venir aquí, con lo oscuro que está. Verás, yo no tengo miedo por mí. Hace unos días estaba tomando el sol entre unos corales, cando de repente, noté como se quebraban algunas de mis púas. Era una pobre niña que me había pisado. ¡Pobrecita!, se clavó unas cuantas púas en su piececillo A mí más que nada me sobresaltó. Pero ella… se puso el pie como un colador. Cuarenta y cinco espinas me faltaban. Y menos mal que no soy de una especie venenosa, ¡porque hay cada uno por estos mares...! Fíjate en la anémona sin ir más lejos... ¡Me da escalofríos! Manolo parecía que se iba a animando, seguramente era la primera vez que contaba el suceso y se quería desahogar. De su boca surgían las palabras entre burbujas cada vez a mayor velocidad. —Entonces decidí ocultarme para no hacer daño a nadie. Aunque tenga que renunciar a las cálidas aguas entre los corales. ¿Por qué tengo que ser tan peligroso? No es justo. Felisa se quedó pensando sobre sus diferentes problemas. Cómo, dos temores tan distintos les habían llevado al mismo agujero. —¿Sabes Manolo? Creo que esto del miedo es una cosa muy mala. Ahora no tengo miedo, pero tampoco tengo más que tu compañía, que, aunque eres muy majo, no me compensa de los baños de arena, que me estoy perdiendo, en las calidas aguas de la ría. O los bonitos reflejos del sol en el agua. —¡Pues eso que acabas de llegar! No te puedes imaginar el rollo que es estar aquí nada menos que ¡dos días! como llevo yo. Y tú serás muy guapa, pero aquí no veo más allá de mis pinchos ¿No te parece que deberíamos volver a nuestra casa? —Pues, la verdad es que me ha costado mucho llegar aquí, pero lo único bueno ha sido hablar contigo. Creo que, aunque el miedo no desaparezca del todo, más vale vivir con un poco de miedo que estar en un agujero, que también es un «vivir sin vivir» Así que, no se quedaron ni a dormir la siesta y salieron del agujero. Como el que coge las vacaciones sin pensar en el día en que se acabarán. J.F.Díaz
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