Cae el rocío sobre la tierra descarnada, en las arroyadas y surcos, antes ásperos y ahora suavizados, como cae el tiempo sobre nuestras vidas ora maltratadas ora florecidas y plenas.
Expectantes día a día y hora a hora, receptivos o ausentes, mientras caen las minúsculas gotas incontables e incontenibles, constatamos el tiempo a golpe de palabras silenciosas, bellas, desgarradas y a veces, absurdas. Vemos llegar la luz desde la lejanía insondable, que cae sobre los objetos y solo nosotros nos perturbamos, ya sea con el lamento o con el gozo. También a otros daña nuestra indiferencia como nos dañan esos objetos que no sienten su disolución. Y sopla el viento, corre el aire sobre la tierra nocturna; sobre caminos y sendas bajo la luna nueva, con cuya ausencia se delata. Y mueve el aire nuestros cabellos mientras contemplamos salir la tenue luz del sol en el este. Irrumpen los sonidos del despertar que caen sobre nuestras vidas, como siglo tras siglo han hendido la aurora de otras almas que llegan ahora en la nuestra contenidas.
Sentimos almas anteriores y llegarán nuevas almas sobre las que seguirá cayendo el rocío en sus ojos, descubriendo brillos metálicos e hirientes, entornarán sus párpados matizando el rayo incisivo y sentirán algo puro en su piel, la sinfonía no cesó en las almas pasadas, ni cesará en las presentes y futuras, la vida seguirá ahí, cayendo sobre todos nosotros por siempre y para siempre cada vez.
Juan F. Díaz Hidalgo
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